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Por: David Arwi Comunicador social y Periodista- Magíster (c) Estudios Culturales.

Entre la niebla y la leyenda, el salto del Tequendama se iba transformando en aquel lugar idílico e inspirador que acogía a cientos de enamorados, familias, amigos y turistas, para conocer y lograr retratar el momento con alguna fotografía.  Sin embargo, había también quienes arribaban al lugar para desafiar la vida, el amor y la muerte. 

En noviembre de 1895, el canadiense aventurero Harry Warner quien venía de atravesar las cataratas del Niágara, sobre la cuerda floja, atravesó caminando sobre una cuerda, el abismo del Salto del Tequendama, llegó a Soacha, preparó su equipo e instaló lo necesario de extremo y extremo de la catarata para hacer frente a la gran boca donde el agua se evapora y se hacía bruma.

La prensa del Correo Nacional del 19 de noviembre había escrito: «Pasó de pie sobre la cuerda hasta la mitad del salto; allí se volvió de espaldas y regresó a donde había salido (…). Volvió a pasar la cuerda, deteniéndose en la mitad del salto; allí tomó la balanza en una mano, y con la otra saludó a los atónitos espectadores; después se sentó en la cuerda, se arrodilló y se acostó en ella (… Luego se levantó). Y siguió de espaldas (…). En esta última operación, M. Warner se enredó en el cable y estuvo a punto de perder el equilibrio, pero inmediatamente se repuso»…

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Toda una aventura que lo condujo a querer repetir la hazaña, pero la Gobernación le habría negado el permiso, esto, porque no se permitían actos de esta especie, que expusieran la vida de los que la ejecutan. Un mes después se animó, pero esta vez atravesaría el boquerón entre Monserrate y Guadalupe en Bogotá.

Harry Warner cruzando sobre la cuerda floja el Salto del Tequendama. Noviembre 17 de 1895. Fotografía de Henry Duperly y copia de Henry Barbosa.

Historias de amor y desamor

El periódico el Tiempo en noviembre de 1935, relató una tragedia que conmovió al país, una historia de amor y desamor. María Prieto, era una joven de 18 años que provenía de una familia pudiente de Sogamoso. Ella se habría enamorado profundamente de un hombre, quien le prometió matrimonio y decidieron huir hasta Bogotá donde se hospedaron en un hotel en el centro. Todo fluía bien, pero sus planes de familia y amoríos se derrumbaría cuando este hombre desaparece por varios días, dejando a maría en la incertidumbre, hasta que personas del Hotel le aseguraron que aquel hombre la abandonó y se devolvió a Sogamoso. Fue tanta la pena, el desamor y hasta vergüenza que sintió, que optó por tomar el tren y llegar hasta la última estación, al salto del Tequendama, allí merodeaba el lugar y se retrató en una fotografía donde posaba muy cerca a la catarata. Luego llegó al Castillo de Bochica, pidió un bolígrafo y escribió un mensaje sobre la foto que se había tomado minutos antes.

La mujer habría llegado hasta la llamada, en ese entonces, la piedra del suicida, dejó su cartera y sin pudor se lanzó al vacío. Quienes la vieron e intentaron persuadirle de no hacerlo, encontraron en su cartera la fotografía con un mensaje que decía:  “Por la ingratitud me confundo en la profundidad del misterioso Salto de Tequendama”

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Fotografía de María Prieto y mensaje escrito. Archivo

En la década de los años 40, el salto se convertiría en el lugar elegido para que muchas personas pusieran fin a sus penas, lanzándose al vacío fluvial. El fin de la cascada fue bautizada como el lago de los muertos. La muerte como una representación poética donde los suicidas solían dejar fotografías, testamentos, cartas en prosa y notas.

«Yo María Diva Quintero a quien le dicen «madama» sus amigos, mañana, cinco de enero, me lanzaré al Tequendama, sin testigos. ¡Boca de abismo cruel, hondura de la tremenda catarata! para que vivir sin él? acepta la humilde ofrenda de esta chata». Según una nota encontrada en el vehículo de Diva Quintero a quien la policía impidió el hecho, así lo narraría El Tiempo, en enero de 1941.

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Para ese mismo año se conoció la historia de un policía retirado, José Suárez quien caminaba con su novia, Isabel Vargas, cerca al Salto. Tras una pausa el hombre le dio un beso profundo a la mujer, se subió a la piedra y ante la mirada de turistas, saltó al vacío “perdiéndose instantáneamente entre el inmenso caudal despeñado”, la mujer solo alcanzó a gritarle que no lo hiciera, y ante el desconcierto decidió correr para arrojarse también. aunque un agente que custodiaba el lugar, alcanzó a detenerla y ponerla a salvo. Y así cientos de historias se empezaría a retratar en poemas y periódicos nacionales, a través de la crónica roja que cada vez atrapaba a más lectores curiosos.

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La crónica roja

Felipe González Toledo, importante periodista y cronista, en su libro 20 crónicas policías, describió las historias de personas que han terminado con sus vidas en el salto del Tequendama; de la competencia que existía entre dos importantes periódicos El Tiempo y El Espectador, para obtener alguna primicia desde el salto. De allí surgió una increíble historia de los corresponsales el retratista y la fritanguera, En otro de los escritos narra la historia de un empleado de una ferretería en Bogotá, que antes de lanzarse por la boca del salto, dejó escrita en una carta: «Hoy me despido de esta vida miserable. Yo soy un desgraciado. De todo mundo vivo despreciado, vivo en una batalla solo, vivo y puedo seguir mi suerte» 

Se conocen además las historias que, José Joaquín Jiménez, o Ximénez, como era reconocido el pintoresco periodista, se le acusaba de escribir poemas y notas en prosa, bajo el seudónimo de Rodrigo de Arce, y de dejarlas en los bolsillos de los cuerpos rescatados en el salto, todo para romantizar la escena y ayudar a sus crónicas que gustaban y ocupaban hasta una página completa.

Las historias describían además los paisajes y un legado de Bochica agonizante, el salto comenzaba a mermarse, sus aguas corrían contaminadas, fétidas y enflaquecidas, su caudal se redujo y la cascada empezó a perder atractivo, la industria y la contaminación provenientes de las ciudades se apoderaría de la maravilla. Con este, le acompañaba el deterioro de los ferrocarriles nacionales, la línea de la carrilera se retiró definitivamente en 1943 y el Castillo de Bochica aguantó hasta convertirse en un restaurante, pero tuvo que cerrar sus puertas. 

Es hasta 1954, por decreto Nacional que se autoriza al Estado vender a particulares las estaciones del tren por la situación de los Ferrocarriles Nacionales que poco a poco iban desapareciendo. Puedes escuchar esta historia en souncloud.

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