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    En la mañana aún fresca por el aliento de la madrugada, la tierra parece hablar, no es un sonido que se oiga con los oídos, sino uno que vibra en los huesos. Alba Andrea Pardo, recuerda que ese llamado estuvo siempre ahí, incluso antes de saber que era artista. Se gestó en la piel de las montañas cundiboyacenses, en los relatos de tierra y del agua, en los silencios heredados, mientras sus manos moldean la arcilla. No habla de nostalgia, tampoco de arqueología; habla de memoria viva. De la memoria que aún respira bajo el polvo. Es ahí donde nace Códices de Barro, su obra, su puente, su misión.

    Alba no copia las formas ancestrales; las escucha, escudriña los rastros muiscas, las espirales que danzan, los animales sagrados que conectan mundos, las huellas que hablan de una espiritualidad donde lo humano y lo natural jamás fueron opuestos. Sus piezas parecen haber emergido de algún santuario sumergido en lagunas sagradas, recién recuperadas por la luz.

    Pero su creación no es solo estética: es ética. Cartón, plástico reutilizado, yeso, cemento y arcilla se transforman en la alquimia de su taller. Allí la obra nace como testimonio de una preocupación: crear sin herir la tierra, cada pieza es un acuerdo, una alianza entre la artista y el territorio que la sostiene. No es un arte que busca perdurar en vitrinas silenciosas; es un arte que late, que dice. Códices de Barro no son únicamente esculturas, son escritura, son texto sin tinta, un relato que se cuenta desde el tacto.

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    Y como todo conocimiento que desea fluir, se extiende en otras formas, en semillas de memoria que viajan en manos de otros. Son el eco contemporáneo de las tablillas, tejidos y vasijas que hablaron antes de nosotros. En ellos, Alba reúne palabra, imagen y símbolo para continuar un hilo que nunca se rompió, solo quedó dormido en la historia oficial. Su obra dice: la memoria no se perdió, solo espera que alguien la toque.

    Alba no busca imitar a los ancestros. Busca conversar con ellos. Lo hace a través de sus materiales, sus gestos y su silencio. Así, mientras el mundo corre, ella restaura el tiempo, lo vuelve circular, sagrado, como lo comprendieron los muiscas. Cada pieza suya, sin importar tamaño o forma, guarda una intención visible: recordarnos que venimos de la tierra y volveremos a ella. En tiempos donde la velocidad arrasa con el sentido, Alba  hace honor a su nombre, recupera la pausa y es el primer vestigio del albor.

    Ella no crea objetos; abre portales. Finalmente, a través de su obra, se  invita a teñirse las manos de nuestra memoria y linaje ancestral a conocer nuestras raíces y soñar con una tierra llena de riqueza y tradición.

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    Foto destacada cortesía

    Mónica Rodríguez Ospina
    Mag. Creación Literaria

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